Existen vínculos que no encajan en ninguna categoría, relaciones que flotan en el espacio intermedio entre el amor, la amistad y el deseo. No son noviazgos, no son aventuras, no son simplemente amistades. Son presencias que nos habitan, incluso cuando la distancia se ha impuesto durante meses o años. Esos vínculos tienen algo de inacabado, de potencial no cumplido. Y, sin embargo, su potencia puede ser tan real como la de un amor vivido a plenitud.

La experiencia del deseo no resuelto nos enfrenta a la complejidad de la naturaleza humana: somos cuerpo, pero también memoria, emoción y anhelo. Cuando el cuerpo se encuentra con otro cuerpo amado —aunque ya no se “deba”— se despiertan no solo hormonas, sino símbolos. La piel, en esos momentos, se convierte en archivo de lo vivido y lo que nunca fue. El placer físico, en ciertos casos, no es solo dopamina: es eco. Es palabra no dicha. Es vínculo latente.

El deseo, si no se transforma, insiste. Pero también exige definición. ¿Hasta qué punto podemos mantener cerca a quien deseamos sin romper la promesa de una amistad limpia? ¿Cómo manejar el deseo sin instrumentalizar al otro, sin convertir el afecto en una extensión de nuestras necesidades? Y, más aún, ¿cómo proteger a quienes amamos en otro plano, la posibilidad de futuro— si seguimos abriendo la puertas que no son posibles en este plano.

La amistad verdadera requiere claridad. No hay amistad sana sin respeto mutuo, sin límites explícitos. Amar a alguien como amigo, después de haberlo amado como amante, requiere una forma elevada de amor: aquella que renuncia al deseo para preservar el vínculo, que prioriza la permanencia sobre el arrebato, que elige la serenidad sobre el vértigo algo complejo, difícil, sin duda trascendental.

Esto no es fácil. A veces el cuerpo nos traiciona con su memoria. A veces basta un encuentro, una palabra, un roce, para que todo vuelva. Y entonces nos vemos en la disyuntiva: seguir alimentando una energía que nos confunde o dar un paso atrás para cuidar lo que importa.

Hay vínculos que no se cierran porque no deben cerrarse. Pero sí deben transformarse. La libertad interior no es la ausencia de deseo, sino la capacidad de reconocerlo y no dejarse arrastrar por él.

Tal vez amar, en su forma más madura, no es poseer ni volver. Es saber cuándo decir “no”, incluso si todo en el cuerpo dice “sí”. Es elegir el silencio donde antes hubo piel, la distancia donde antes hubo abrazo, la palabra honesta donde antes hubo juego.

Y desde ahí, tal vez, pueda surgir una amistad verdadera. Una que no se construya desde la represión, sino desde la comprensión. Una que no borre el pasado, pero tampoco lo repita. Una donde el amor no consuma, sino que acompaña, en una forma nueva, libre y profundamente humana.

Créditos: Este ensayo surge de un proceso de diálogo entre Diego Urquijo con inteligencia artificial.